Siempre me he considerado una persona apasionada en todo. Me gusta sentir las grandes alegrías, pero también las grandes tristezas. Los contrastes me hacen sentir vivo, y en ellos encuentro la base para crear cosas nuevas. La estabilidad me aburre. El control es la seguridad del no equivocarse, al coste del nunca inventar. Prefiero la belleza en el caos, a la perfección medida y calculada. Siempre me gustará más Van Gogh que Mondrián, el negocio propio a la franquicia. Hace unos días cayó en mis manos un gran libro: “El éxito que perdura” de Jerry Porras. Busca las claves de las personas que han triunfado de forma duradera. Analiza cientos de casos de éxito y sus causas. El afán de riqueza no figura por ningún lado. Y, en cambio, en el origen de todos los casos aparece una gran pasión. Me encantó descubrirlo, esa pasión es lo que hace inimitable un proyecto.
Recuerdo un viaje a Francia que realicé en el 2006 en el que visité Auvers-sur-Oisse, pueblo donde Van Gogh vivió sus últimos días. Como preparación, leí varios textos sobre lo gris de su última época, que se veía reflejado en sus cuadros: cielos oscuros, cipreses y cuervos. Los expertos en arte decían cómo sus cuadros reflejaban el sentimiento de la proximidad de su muerte.
Me quedé admirado de la sensibilidad de estos entendidos, de su capacidad para identificar los sentimientos del genio, ¡qué profundidad!
En cuanto llegué a Auvers me dirigí a la iglesia. Es mi cuadro preferido de Van Gogh. Quedé encantado. Podía sentir como el tejado de la iglesia se curvaba para hacer honor a la famosa obra. Una placa con la imagen del lienzo lo rememoraba.
A continuación seguí por el camino que lleva hasta el cementerio, donde Vincent descansa junto a su hermano Theo. Todo el recorrido estaba salpicado de placas que recordaban sus pinturas, en el punto exacto donde se suponía que se había colocado para pintarlas. Era un atardecer gris y lluvioso, como la mayor parte de los atardeceres del centro de Francia. De hecho, todo el pueblo era gris. No podías menos que entristecerte al cruzar los campos de trigo cubiertos de cuervos. ¿Cubiertos de cuervos? ¿Así que no era la depresión pre-mortem de Van Gogh la que los había puesto allí?
El cuadro era triste porque el paisaje era triste en sí, no porque Van Gogh lo hubiera imaginado. Pintó lo que vio. Los críticos de arte habían inventado un discurso sobre lo que Van Gogh sentía, movidos posiblemente por sus propios paradigmas sobre la muerte. Seguro que nunca se acercaron a Auvers. Frívolamente, pretendían saber más de Van Gogh de lo que las apariencias mostraban. Mirar un cuadro no te garantiza descubrir los sentimientos del alma del pintor que le dieron vida.
Muchos pintores pueden realizar reproducciones fidedignas de las obras de Van Gogh. Pueden aspirar a hacer una copia exacta, perfecta, pero sin corazón. Lo que ninguno puede reproducir es lo que él sentía cuando estaba delante de su caballete…
En el mundo de la empresa sucede lo mismo. Cualquiera puede imitar la estrategia de mi compañía. Pero se basará solo en lo que puede ver, quizás en un powerpoint. Será incapaz de reproducir lo que sentimos, e incapaz de imitar la pasión que ponemos en lo que hacemos. Y es precisamente eso lo que marca la diferencia entre el que crea algo perdurable y el que no. ¿o no?
AUTOR: Fernando Gastón Guirao