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Cómo eliminar la falsa sonrisa del comercial de su cara

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Cómo eliminar la falsa sonrisa del comercial de su cara

El punto de vista taylorista/mecanicista ha dominado la escena de los negocios modernos desde que se inventó la máquina de vapor y se desató una implacable lucha por mejorar la eficiencia de las empresas. Con la moda del lean las organizaciones aparentan preocuparse por el contenido de la cabeza de los trabajadores, pero aún así, grupos de mejora y similares se han implantado a base de presión desde las cúspides de poder.

Los estilos de dirección han ido derivando hacia una especie de taylorismo ilustrado, participativo pero forzado, en el que a la gente se le pide la opinión, o al menos eso parece, más bien se les obliga a dar la opinión. Para que parezca que no es forzada la implicación en grupos de mejora, se les pone un incentivo económico para que se sientan obligados. En cualquier caso, en esa forma de forzar la mejora hay una forma de pensar subyacente  que tiene sus limitaciones. Es un buen paso, pero hay que dar el siguiente.

Por mucho incentivo que pongas y por mucho que midas el número de propuestas de mejora...

Nunca sabrás cuantas mejoras se están quedando en el tintero y poco sabrás sobre la profundidad de las mejoras propuestas.

Y es esa parte, que no se ve, la que acaba marcando las diferencias entre organizaciones. Nadie mide, porque no se puede, la mejora que están dejando de tener.

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Cuando la administración se olvida de a quién sirve.

Esta semana ha saltado a las pantallas de televisión y ha provocado que corran ríos de tinta, el incidente con una estudiante, Emma Busons, que por un error en el pago de las tasa de inscripción a la selectividad, al que ella era ajena, ha quedado apartada del acceso a las pruebas de selectividad a pesar de obtener una media en sus calificaciones de bachillerato de 9,4.

Cuando cerca ya de la fecha del examen, el colegio se dio cuenta de la incidencia, intentaron resolverla dirigiéndose a la administración competente en estos casos. Pero, tal como describe Pilar Rahola en la columna que escribió para La Vanguardia,

"se encontraron con una pared en forma de funcionaria que, apelando de forma intransigente a las normas, le dijo que no tenía nada que hacer. Y la enviaron al Tribunal de Incidencias, el cual, según aseguran, "no está para estos casos".

¿Y esto es un caso raro? Pues no, te lo encuentras constantemente en todas las organizaciones. El proceso se define para cumplir un objetivo, permite ser más eficiente en realización de una tarea y garantizar unos mínimos de calidad. Pero el fin del proceso en sí sigue siendo conseguir algo, ya sea fabricar una pieza con excelente calidad a un coste controlado o facilitar el acceso a la Universidad priorizando a los alumnos mejor preparados. Pero el proceso, con los años, acaba convirtiéndose en fin y los empleados de las empresas se acaban olvidando  de que están para servir a los clientes, tal como acostumbra a rezar en la misión de la compañía, y los funcionarios de que están para servir a los ciudadanos. Convierten  a la organización en una máquina.

Cada uno canaliza sus inseguridades como mejor puede, a mí me gusta ayudar a los demás y me gusta aprender, el conocimiento y el apoyo de los demás me proporcionan seguridad; soy poco sistemático, afortunadamente, hay gente en mi equipo que lo es por mí. Y hay a quien le gusta atarse  a normas, ser rigurosos y sistemáticos, les facilita la vida. El seguir las normas a rajatabla les da la tranquilidad de que no están equivocándose y de que siempre tendrán un argumento al que echar mano para defender su actuación en todo momento. Pero

 el mundo es bastante más complejo que lo que cualquier procedimiento pueda cubrir, para ello existe la gestión.

La gestión es aquello que se inventó para asegurar que un organismo sigue cumpliendo sus objetivos aunque el entorno cambie y se empeñe en que mis procesos no sirvan para el fin para el que fueron concebidos. La gestión permite identificar esos cambios en las condiciones de contorno y replanificar cuando la demanda no es la prevista, permite decidir si un pedido inesperadamente grande lo servimos a un precio fuera de tarifa para no perderlo y sirve para decidir si un error administrativo debe frustrar los objetivos personales de una excelente estudiante universitaria. Servir ese pedido inesperadamente grande permite conseguir los objetivos de rentabilidad de la compañía, planificar más recursos de los previstos permite seguir cumpliendo nuestro plan de entregas a cliente y permitir a Emma examinarse permite que una excelente estudiante, aspirante a ser una excelente profesional, pueda salvar la vida de mi hija dentro de 20 años. Yo quiero que Emma sea médico, que lo sea lo antes posible; es más, el país entero necesita que estudiantes como Emma puedan ejercer su función en la sociedad lo antes posible. Esa es la misión de nuestra administración, esa es la misión que nuestros burócratas parecen haber olvidado y que debería estar por encima del procedimiento.

En el caso de Emma sus padres y tutores acudieron a un tribunal de incidencias, que rechazó su reclamación. El tribunal de incidencias debía ser ese organismo de gestión que marcase la diferencia entre que la administración fuese una máquina que trata a los ciudadanos como números o fuese humana y cumpliese por encima de todo esa misión que para con los humanos tiene. Sin embargo, alguien había decidido mecanizar/burocratizar también el comité de incidencias, que tan sólo es capaz de contemplar dos o tres motivos para que una reclamación sea admitida, facilitando de esa manera la vida de los miembros del tribunal. Un desastre, vamos.

Lo lamentable es ver a Josep Ribes, Director de Universitats defendiendo en TV3 la actuación en el caso. Lo defiende ateniéndose a las normas y olvidando para que están aquí él y los empleados de la organización que dirige. En pocas ocasiones se puede encontrar a un Directivo haciendo un ejercicio público tan evidente de incompetencia, irresponsabilidad e inmoralidad. Si, se incumplió el procedimiento ¿y qué más da? ¡ese no es el problema! ¿Este hombre es capaz de imaginarse la desesperación de Emma y quedarse tan tranquilo? Pienso en ella y me viene a la mente el cuadro de Edward Much "El Grito", que ilustra este post.

La semana pasada publicaba mi amigo Antonio una entrada en su recién estrenado Blog en la que tomaba una cita de Marco Tulio Cicerón con recetas para salir de la crisis que asfixiaba a la decadente República Romana:

“El presupuesto tendrá que estar equilibrado, el tesoro tendrá que volver a llenarse, la deuda pública se tendrá que reducir, la arrogancia de la burocracia tendrá que ser atemperada y controlada y la ayuda a las tierras extranjeras tendrá que eliminarse para que Roma no entre en la bancarrota. El pueblo debe otra vez aprender a trabajar en vez de vivir de la asistencia pública” (Cicerón 55 aC).

Ese es el discurso de Josep Ribes: arrogancia burocrática que pretende defender lo indefendible.

AUTOR: Fernando Gastón Guirao

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Despido de lujo

Un socio que tuve hace tiempo tenía la especialidad  de decirte siempre lo que querías oír, imagino que siguiendo los consejos de Dale Carnegie autor  de “How to win friends and influence people”. Como consecuencia, cuando todos los socios nos sentábamos juntos la situación no era sostenible ya que era imposible mantener la coherencia de mensajes en un comité. Cuando se ponían los problemas encima de la mesa y había que tomar decisiones, surgía la verdadera persona y los verdaderos criteros que regían las decisiones, surgía lo inocultable. Todos los socios terminamos separados.

Me contaron una anécdota que sucedió cuando yo ya había dejado la compañía, pero todavía quedaba alguna cara conocida por mí. Es una anécdota que refleja muy bien un estilo de dirección, una forma de entender las organizaciones, que yo no compartía en absoluto. Se había realizado una sesión de formación en el IESE; el nuevo edificio es un marco muy adecuado, atractivo y motivante. Que te lleven a formar a un lugar como ése, es de esas cosas que te hacen pensar que trabajas en la mejor compañía del mundo. Al mediodía, finalizada la formación, se sirvió un almuerzo en la terraza superior, un lugar espectacular con unas vistas impresionantes sobre Barcelona. El día era perfecto y las personas del equipo charlaban animadamente mientras tomaban canapés servidos por una empresa de catering, de esas reservadas para paladares difíciles de conformar, con bolsillos que se lo pueden permitir. En un momento dado, hacia la finalización del acto, los dos socios que quedaban en la compañía empiezan a charlar ligeramente apartados del resto, al cabo de un rato, llaman a uno de los consultores, Luis,  un freelance que hacía unas semanas se había incorporado al equipo. Los consultores que todavía quedaban en la terraza, contemplaban la escena cava en mano viendo como la conversación se tensaba entre los tres integrantes del subgrupo y sin comprender qué pasaba. Al finalizar la conversación, Luis abandona el IESE y abandona la compañía, imagino que debió tener una digestión pesada, aunque la del resto del equipo no debió ser mejor cuando comprendieron lo sucedido. La verdad es que se me ocurren pocas formas más creativas para destrozar una velada inolvidable.

¿Qué criterio puede orientar la toma de decisiones de un directivo para actuar de esta manera en un momento dado?

En casos como el anterior el único criterio que rige la toma de decisiones es el criterio de eficiencia, del que ya hablé en el anterior post en este blog; además, es el único aplicado en este caso. Ahorrarse el salario del siguiente lunes justificaba la acelerada toma de decisiones.

Si en esta empresa se hubiese tenido en cuenta los criterios de desarrollo y cohesión, se habrían podido tomar otras iniciativas:

  • Sentarse, hablar con la persona y ver si se le podía ayudar a adaptarse con el equipo.
  • Haber invertido en su formación, poniéndole un mentor que lo tutelase y siguiendo de cerca su trabajo.
  • O si la situación era irremediable haber esperado a la semana siguiente y haberlo hecho de la manera más profesional posible. Si se ha de hacer se hace, pero bien.

Recuerdo en una ocasión en que en un proceso de selección habíamos sobrevalorado a una persona y con el tiempo se demostró que sus ingresos no se adecuaban a su aportación de valor. Después de dedicarle mucho tiempo y ante la falta de reacción, me senté con él y le planteé ajustar temporalmente su tarifa. Al cabo de un tiempo se la pudimos restablecer.

Invertir en formación, dar una segunda oportunidad cuando no estás seguro de que sirva de algo, puede parecer menos eficiente a corto plazo, pero las consecuencias de hacer las cosas mal, a medio plazo, pueden ser mucho más costosas. Esos sobre costes provienen de no considerar como la decisión afecta en las otras dimensiones de la compañía: su desarrollo y la necesidad de mantenerla cohesionada.

Considerar la posibilidad de invertir en el desarrollo de una persona como alternativa a despedirla, puede suponer asumir temporalmente unos sobre costes formativos; pero una compañía que ha cometido un error en un proceso de selección y que pretenda impulsar en el equipo el sentido de responsabilidad, no puede olvidar que los primeros que deben asumir la responsabilidad son los que tomaron la decisión de contratar, el primer paso que dio lugar a toda una serie de acontecimientos negativos para la empresa. Cuando contratas a alguien ofreciéndole el oro y el moro, haciéndole  dejar su anterior trabajo, no puedes considerarlo carne de cañón y abandonarle a la primera de cambio. Un mínimo de responsabilidad asumes sobre él y por lo tanto, como propietario de la compañía debes asumir los sobrecostes. Ese asumir los sobrecostes seguro que contribuye a agudizar tu olfato a la hora de incorporar personal y en el medio plazo aprenderás a hacerlo mejor. Si la responsabilidad la asume íntegramente la persona despedida, el aprendizaje no se producirá.

Cuando en mitad del cocktail decidieron despedir a Luis, podían haber pensado en cómo eso podía afectar a la cohesión de la organización. Si hubiesen visto que esa decisión no era más que una que se acumulaba sobre otras decisiones, también nefastas y tomadas sobre la base del mismo criterio, podrían haber imaginado que no iban a quedar impunes por ello. Pero cuando tus decisiones se rigen por un modelo mental mecanicista, esos impactos no los ves.  

Los modelos mentales son como gafas con cristales de color que modifican la realidad percibida. Es como si pretendieses ver el verde de los árboles llevando unas gafas de cristal rojo que cambian los colores del mundo. No puedes saber de que color son las cosas llevando gafas rojas y menos, si no sabes el color de gafas que llevas. Ni se te pasa por la cabeza que faltarle al respeto a una personas, tratándola de incompetente al menor error que identificas, pueda generar impacto en una organización, máxime cuando la gente tiene sueldos generosos. Con las gafas del color inadecuado pensarás “que se aguanten, para eso cobran ¿no?”

Esa acumulación genera rotación en el equipo, conocimiento que se fuga; es más, la personas que más potencial tienen son las que tienen más posibilidad de marchar. ¿Quiénes quedan? Aquellos que comparten esos valores, aquellos dispuestos a humillarse y ser menos personas por el hecho de cobrar una buena cantidad de dinero. Te ahorraste un día de salario, pero los sobrecostes derivados sigues pagándolos. Al final el darwinismo funciona y sobreviven los que tienen que sobrevivir en ese entorno.

Y aunque lo anterior suene a management moderno, ya lo decía hace años el refrán “Dime con quién andas y te diré quién eres”

AUTOR: Fernando Gastón Guirao

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